Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros. No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros si me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros. El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él. (Jn.14, 15-21)
Yo me voy, decía Jesucristo a sus Apóstoles, y conviene que yo me vaya para que os envíe el Espíritu. También Jesucristo se va muchas veces de nosotros, y se va de nosotros de varios modos; se va porque nosotros violentamente lo echamos de nuestro corazón.
Pero Dios suele también retirarse de nosotros cuando nos ve tibios, perezosos, descuidados y negligentes en su servicio. Entonces Cristo se va; no nos abandona enteramente, pero nos priva de muchas gracias, porque nosotros no somos fieles en corresponder a ellas; y también para darnos a entender cuánto le disgusta la tibieza.
Cristo quiere que le deseemos, que le llamemos; y quiere que deseemos al Espíritu Santo, que es el Espíritu del Corazón de Jesús.
¿Y qué es lo que el Espíritu Santo hará en nosotros? Nos enseñará toda verdad, nos llenará de luz, y conoceremos a Dios, nos conoceremos a nosotros mismos, y conoceremos la ley. Pero no hace esto sólo el Espíritu Santo.
Hay un tipo en la Iglesia de Jesucristo que no se parece a ningún otro tipo; es el tipo del santo. El santo es un hombre de carne, pero más bien parece que vive una vida divina. El santo tiene una inteligencia limitada, y sin embargo, a nosotros nos parece que su inteligencia no es una inteligencia común. El santo anda sobre las espinas, y a nosotros nos parece que anda entre flores, porque no se desgarra, ni se pega tampoco a su planta nada de lo que pisa. El santo no se irrita, ni se encoleriza, y si en ocasiones se pone serio, es que así lo pide la gloria de Dios. El santo, en fin, es una fiel copia de Cristo. Esto hace el Espíritu Santo con la Iglesia; la cubre con su sombra, y en su seno se conciben a los santos, que son como la Encarnación de Cristo, porque los santos piensan como Cristo, obran como Cristo, tienen un corazón semejante al Corazón de Cristo, han sido formados en el molde de Cristo.
Pues ya veis todo lo que el Espíritu Santo en nosotros hace, cuando no encuentra obstáculos; nos enseña toda verdad, nos enseña a conocer a Dios y a conocernos a nosotros mismos, y nos ilumina para que comprendamos y entendamos la ley; y no sólo hace todo esto, sino que nos santifica, haciéndonos semejantes a Cristo.
Procuremos, pues, desnudarnos de nosotros mismos, de todo amor propio y de toda pasión desordenada, y el Espíritu Santo vendrá a nosotros, y nos dará luz que alumbre nuestra inteligencia, calor que inflame nuestro corazón, y nos santificará, haciéndonos semejantes a Cristo.
(Pláticas II, pág.631)